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Profesionalidad y dirección por objetivos

Es verdad que se entiende de muchas maneras, sin embargo, quizá la lectura más genuina de la profesionalidad es la que apunta a saber lo que técnicamente hay que hacer, y hacerlo con autodisciplina, no para cumplir con la tarea, sino para generar los resultados tangibles e intangibles deseables. En el ejercicio directivo contamos también con unos cánones de excelencia, de profesionalidad; así es, aunque resulta oportuno recordar que en nuestro país parecen desoírse con alguna frecuencia, como vienen denunciando los informes anuales de Davos. Contamos, sí, con directivos ejemplares, pero acaso cabe reflexionar sobre la idea del desempeño profesional tras resultados u objetivos.

En los primeros años setenta y siendo becario en el centro de formación de una gran empresa en Madrid —valga como isagoge esta digresión tal vez oportuna—, nos planteábamos el complejo tema de la formulación de objetivos de aprendizaje. Por aquello de los criterios de evaluación y con cierta ironía, decía uno que, de lo que había de ser capaz el alumno al final del curso era, simplificando la cosa, de superar el examen correspondiente; que, así, ya estaba dicho todo. La verdad es que más tarde, en mi trayectoria de consultor-formador, renuncié al rigor en la formulación de objetivos porque no parecía perseguirse tanto el aprendizaje, como la satisfacción de expectativas de los participantes (titulados y jóvenes directivos) en las acciones formativas… Pero hablemos ya de los otros objetivos, los del trabajo.

Lo de los objetivos en el desempeño profesional (la denominada dirección por objetivos) llegó bien entrados los años 80, y también se topó pronto con el problema (entre otros) del despliegue horizontal y vertical, y la correspondiente formulación. En un caso aparentemente falto de coherencia y según me contaron, casi la totalidad de los directivos había alcanzado sus objetivos, mientras la compañía presentaba sin embargo malos resultados. En realidad esto no me parece tan extraño; pero lo que deseaba subrayar en estas reflexiones es que, por debajo de cierto nivel jerárquico (a veces alto), en realidad y en vez de objetivos, se solían formular tareas-funciones. Se pretendía a veces profesionalizar casi toda la organización, pero se extendía más la liturgia que la doctrina.

Presentadas como objetivos, estas tareas-funciones eran las supuestamente precisas para que los niveles superiores alcanzaran sus resultados, de modo que la dirección por objetivos se venía a fundir, o confundir, a veces con dirección por tareas encomendadas y cuantificadas. Hace un par de décadas y durante cinco años, un amigo se encargó en su organización del boletín corporativo de 8 páginas que se enviaba a clientes cada dos meses. Aparecía como redactor jefe, aunque en la práctica era habitual redactor único. Cuando se adoptó la DpO, el objetivo (entre otros) que se le asignaba era que saliera bimestralmente, y él me decía que resultaba por tanto íntimo su afán de contribuir a mejorar la imagen de la compañía (había clientes, por cierto, que los coleccionaban y le llamaban para pedir números atrasados).

De aquellos años, recuerdo otro caso quizá revelador. El director comercial pidió a un subordinado que presentara al menos 6 ofertas al mes, por un importe total superior a 40.000 euros: algo sencillo de medir. Tal como me lo relataron, se había calculado que salía un pedido de cada diez ofertas, y se pensó que si se incrementaban las ofertas, entonces lo harían los pedidos. Preparar y presentar ofertas me parecía una tarea, y hasta pensé que el comercial podría optar por ofrecer ofertas, en vez de ofrecer servicios…

En definitiva, en mi opinión y aunque se desplegara el sistema, la consecución de objetivos o metas se reservaba a niveles elevados de las organizaciones, y por debajo de estos se formulaban en realidad tareas, más o menos relacionadas con resultados significativos. Esta es mi experiencia básica de aquella época, pero todavía hoy se habla con alguna ligereza de dirección por objetivos, aparte de seguir denostando el sistema con argumentos que en realidad parecen apuntar a vicios sensibles, incluso ya desde la misma introducción.

Cada lector habrá tenido desde luego experiencias propias en sus respectivas organizaciones, pero, así como caricaturizaba yo lo de la formulación de objetivos de aprendizaje, pronto pensé como subordinado que, de lo que parecía tratarse (con o sin DpO), era de conseguir una buena calificación en la evaluación anual que hacía el jefe. O sea y en definitiva, de hacer los recados, de tenerle satisfecho, tal como deseábamos tener también contentos a los asistentes a seminarios, talleres, etc. Esto no resultaba muy profesional y en verdad (siempre a mi modo de ver) constituía una cierta adulteración del sistema; del sistema de desempeño autocontrolado tras objetivos-resultados que propusiera Peter Drucker mediados los años cincuenta.

Sabemos que la dirección por objetivos (DpO) que nos llegó había ciertamente surgido mediado el siglo XX, como consecuencia del impulso a la profesionalidad directiva dentro de diferentes grandes empresas en USA (incluida la General Electric de Ralph Cordiner); pero no estoy muy seguro de cómo se entendía la profesionalidad en nuestro país, a la hora de implantar el sistema en las organizaciones. Ya en los años 90 parecía verse claramente que, para consolidarlo en las empresas, se exigía un cambio cultural; pero se diría que este no acabó consolidándose.

En teoría, aquel cambio proclamado había de orientarse a impulsar el protagonismo de cada individuo (directivo o no) de la organización, la materialización de su potencial, su asunción de responsabilidad, su compromiso. Con esta idea alineados y en paralelo con la DpO, parecían tomar impulso en los años 90 conceptos tales como capital humano, trabajador del saber, aprendizaje permanente, competencia profesional, liderazgo, trabajo en equipo, organización inteligente, excelencia en la gestión… No pocas empresas parecían empero instaladas en el concepto cultural de recurso humano y, quizá sobre todo, en un concepto de profesionalidad más orientado al negocio y la jerarquía, que al propio esmerado y responsable ejercicio de la profesión.

En el escenario neosecular, se pedía en efecto a todas las personas compromiso, motivación, energía tras los resultados… En teoría y en el marco de la economía del conocimiento, las personas eran portadoras de capital humano pero, en la práctica cotidiana, parecían en efecto ser recursos que funcionaban como prolongación de sus jefes-líderes, en calidad de seguidores; personas que desarrollaban tareas previstas e imprevistas que les eran encomendadas. Más que perseguir y conseguir resultados, se había de seguir al líder; lo que no siempre sintonizaba bien con la idea de profesionalidad que trajera la DpO.

No, no siempre cabe alejar el liderazgo de la profesionalidad, conceptos teóricamente vinculados en su lectura genuina; pero es verdad que, en no pocos casos, el despliegue del supuesto liderazgo ha llevado consigo la tradicional manipulación y un frecuente flujo de instrucciones hacia los subordinados-seguidores, tras fines no siempre bien declarados. Aquí había riesgo de seguidismo, y se alejaba a los individuos de la posibilidad de sentirse impulsados por el magnetismo de metas atractivas.

Recordemos por revelador que William E. Deming, ya en los primeros años 80 y visto lo que estaba pasando con el sistema (aplicaciones turbulentas, carentes de visión sistémica), sugirió aparcar la DpO y sustituirla por un liderazgo más catalizador que capitalizador. No cuestionaba sin embargo por ello la esencia del sistema, sino su desacertada puesta en práctica. Fallaba en verdad la formulación de objetivos, pero es que estos no resultaban tan obvios como pensaban quienes (Sloan, Smiddy, Fayol, Barnard, Hopf…) precedieron a Drucker en la prolongada gestación del sistema. Este último había advertido de la necesidad de explicitarlos idóneamente, como también del inseparable autocontrol característico de la profesionalidad.

No cabe, no, esperar responsabilidad y profesionalidad de las personas, si no se les concede libertad de actuación, autocontrol, tras la consecución de sus resultados esperados. La realidad es, empero y en verdad, muy compleja y esto no debe ocultársenos; pero la falta de profesionalidad está tan extendida en nuestra sociedad que algunas manifestaciones teóricas suenan celestiales. No faltará quien piensa que todavía, aquí en España (y en muchos otros países seguramente) se paga en ocasiones más por la sumisión y la complicidad, que por el trabajo y la profesionalidad; de modo que la DpO ha sucumbido no solo a la dificultad del despliegue de objetivos, sino también a veces a culturas funcionales obstaculizadoras, reacias al empowerment.

Curiosamente, al final de los años 90, ya en explosión la literatura del management, surgió (con variantes, según los autores) una denominada Dirección por Valores y no faltó directivo que se apuntó a la nueva idea, para intentar abolir la DpO. En realidad, la DpV no venía a constituir una alternativa, como tampoco otras ideas entonces emergentes; la asunción de responsabilidad tras la consecución de resultados (esencia de la DpO) parece incuestionable en un escenario profesional y, si cabe, en mayor medida en la economía del saber y el innovar.

Todo esto es bastante más complejo de lo que parece pero, sin duda y para que los trabajadores del saber despliegan su potencial profesional, su capacidad emocional y cognitiva, se hace preciso otorgarles cierta autonomía funcional, en cuanto estén en condiciones de asumirla. Cuando no se hiciera y se perdiera por ello productividad, acaso cabría pensar en razones espurias.

Jose Enebral Fernandez

Consultor de Management y Recursos Humanos, el ingeniero madrileño José Enebral colabora desde hace años con diferentes medios impresos españoles y americanos (Capital Humano, Training & Development Digest, Nueva Empresa, Learning Review, Coaching Magazine...), e igualmente publica sus artículos en nuestro portal y en otros de la Red, como gurusonline.tv,...

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